lunes, 18 de abril de 2022

Memorias de Leticia Valle (2). Rosa Chacel. Recuerdos al aire.






"Estaban bien delimitadas en mi cerebro, pero como figuras recortadas en un papel"


Memorias de Leticia Valle (2) 
Rosa Chacel
 
La sensación de frustración que te persigue cuando lees sin entender lo que lees porque no estás en el estado de ánimo correcto, o te falta concentración porque piensas en otra cosa: “Si fuera verosímil, creería que había leído con los ojos cerrados, tal era la convicción que tenía de la inutilidad de mi esfuerzo”. Leticia llega al convencimiento de que hay lecturas que le sobrepasan, que le desbordan como el toro que se va sin torear. No comprender no es humillación, como le pasó con los nueve tomos de Las historias de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo a pesar de leer y releer muy despacio: 
 “Desde entonces, la idea de no poder comprender algunas de las cosas que dijera ya no me resultó humillante. Era tan cierta la altura de todo aquello, que no significaba derrota el que tardase mucho en llegar a ello”. 

El sentido del tacto explicado por el contacto con la piel que cubre todo el cuerpo. Rosa Chacel se centra en las manos de Luisa, las considera parte de un espíritu puro, manos vivas, trasfiguradas. Manos que se hunden en la masa madre del pan. Manos enérgicas que saben agarrar un martillo para arreglar cosas a martillazos, que aprietan y aflojan tuercas con la llave inglesa. Manos que trasparentan las venas, con la firmeza suficiente para empuñar la espada y la cruz, como el Arcángel San Miguel, manos para besarlas. Manos firmes y poderosas que acarician las teclas del piano y ponen banda sonora a la estancia, “como un fenómeno natural, como el viento cuando silva en las chimeneas”. Una atmosfera musical, la poesía y el arte de bordar, a mano, son la melodía que en muchos momentos envuelve el relato. 

La novela es una obra hermética, a medio escribir, llena de huecos y silencios, al lector concierne interpretar y llenar de voces significativas para comprender. La protagonista deja pistas, pero no cuenta la historia completa. Una novela erótica finamente elaborada, que escamotea el cuerpo de la niña aventajada, a diferencia de la Lolita de Nabokov que lo realza. Una obra maestra del arte de la insinuación, de decir sin mostrar, de leer entre líneas. 

El tema central de MDLV es el proceso de enamoramiento en la mente confusa de una adolescente de once años, principalmente de su maestro, don Daniel, pero también de su maestra, doña Luisa, de su prima Adriana y de Margarita Velayos, la profesora de Valladolid que le quita también el sentido: “Cuando yo vi, entre aquel montón de faldas negras, enormes, su figura esbelta, con un traje de sastre gris muy ajustado, sentí que perdía el compás, el equilibrio, el centro de gravedad para todo el día”. El silencio cómplice, los secretos familiares, las preguntas sin respuesta.

  

“¡Aquel machacar ladrillos y repartirlos en porciones! 

Leticia es no sólo la protagonista, también actúa como narradora y creadora de todo lo que allí ocurre. Es Rosa Chacel y su capacidad intacta de observación de adolescente curiosa, aunque parezca poco creíble una voz propia y un espíritu crítico tan agudo en una niña de once años que no tiene edad para conservar imágenes de un pasado casi inexistente: “Resultaba que yo era una chica como las demás. Ni eso, yo no era más que una marisabidilla”. Resulta poco menos que increíble que en una singladura tan breve se tenga ya más pasado que futuro y que enfrentarse a él sea un drama. A la autora le interesa poco la verosimilitud del relato si la narradora manifiesta la necesidad de pensar y contar por cuenta propia. La realidad es una ensoñación, como la república independiente de Cataluña de mentira que todos vimos proclamar a los alcaldes con aquellos bastones amenazantes en las escaleras durante los sucesos de 2017. La protagonista escribe los recuerdos de lo que acaba de vivir desde el exilio de Suiza, cuando están frescos, como si hubieran pasado cincuenta años o más, sin embargo afirma que escribe dentro del mismo año: “Los dos primeros meses de este año me parecen tan lejanos! ¿Qué pasó en esos sesenta días? Nada: llovió y nevó y vivimos tan empequeñecidos como los lirones”. Los padres han intentado rebajar su educación por abajo, al recomendarle que pasee y no pasar por una precoz marisabidilla. De su niñez nos cuenta que su padre era un veterano mutilado de la guerra de África. Las fechas coinciden con las propias de Chacel que cuenta con doce en 1910, en plena guerra del Rif. Leticia cuenta que fue una inadaptada durante los pocos meses que fue al colegio: “¡Aquel machacar ladrillos y repartirlos en porciones! En el recreo yo las veía jugar a hacer comiditas y hubiera querido pisotearlas”. 

Toda esta curiosidad por lo que le rodea y la capacidad de observación de la autora-narradora-protagonista que la hacen descubrir lo que no se debe son elementos autobiográficos indiscutibles. 

Como ya hemos señalado, Leticia escribe sus memorias en Suiza, empieza a escribir en octubre y termina el nueve de marzo, la víspera de su cumpleaños cuando se tiene prisa por cumplirlos. Lo único que sabemos de esos meses de trabajo y de estrujarse las neuronas para recordar es que la enredadera helvética ha crecido un palmo. La lentitud de los jardines sustituye al reloj como unidad de tiempo: “Aquí es ella [la enredadera] la que va a medir mi tiempo”. El grueso de los hechos que se narran ocurren en Simancas, los más lejanos son recuerdos de la niñez pasada en las calles del centro de Valladolid. A principios de abril la familia se muda a Simancas, el traslado coincide con el paso de niña a mujer autónoma. Qué bien explicada la transición cuando ya no te ayudan a peinarte por la noche, pero ganas en libertad al dejar de tener los ojos de los mayores permanentemente encima: “Me di cuenta una noche al cogerme los bigudíes; empecé a sentirme cansada de tener los brazos en alto tanto tiempo y entonces caí en la cuenta que antes mi tía me ayudaba todas las noches a irme a la cama”. 

A pesar de la confusión temporal y crecimiento de la enredadera, Rosa Chacel da referencias exactas de tiempo que abundan en ese carácter autobiográfico de algunos tramos de la novela. La protagonista y la autora tenían la misma edad por esas fechas: “Entonces empezó a contarme que se lo había regalado un amigo que lo compró en París en la Exposición de 1900, que hacía ya más de diez años que se lo habían dado”. Antes de cumplir los doce decide vivir hacia atrás, recordar el pasado y escribir las memorias desde el principio cuando escuchaba en la casa que su padre era un héroe con madera de mártir y que se había ido al África a hacerse matar por los moros. Tanto el médico y su tía Aurelia que la criaba “decían que yo sabía demasiado y que me convenía más pasear que estudiar”. No quieren que ella sea una empollona.

“Aquel pasaje a la entrada dela calle del Obispo se torcía en el medio para salir a la de la Sierpe, y en el ángulo que formaba había una rotonda con montera de cristales que tenía cuatro estatuas representando las estaciones, y en medio una de Mercurio. ¡Qué luz caía sobre aquella pequeña plaza encerrada”. Torera la Chacel en el endecasílabo con más tronío de la sobrina de José Zorrilla: ”Rotonda con montera de cristales”. Está para que el apoderado le prepare la alternativa en el Viejo Coso. 

Leticia no reza mucho a Dios de pequeña, su fantasía se desborda al entrar en las iglesias. Se acusa de no rezarle a las imágenes, sólo padrenuestros y eso no es a Cristo. Ante el Cristo yacente de la iglesia de San Sebastián se licúa como el corazón de San Genaro en Nápoles. Entra con los cinco sentidos en la urna de cristal que guarda el Cristo. Se funde con él, respira el mismo aire santo concentrado de la urna y hunde los ojos en la agonía milenaria del misterio cristiano renovado todos los años. Sufre en sus carnes cuarteadas el lanzazo del romano criminal que desangra al Cristo por el boquete. Se olvida del cuerpo y se abandona al fluir de las lágrimas que le empozan el alma. Se produce una dejación de funciones, una suspensión de los sentidos que huele a santidad o a pecado de apostasía. 

En Simancas no hace buenas migas con sus compañeras de pupitre iguales en edad y desgobierno, se adapta a la velocidad de las plantas del huerto como un jubilado, se pasa las horas muertas mirándolas, escuchando el ruido de los conejos que comen las raíces de tapadillo,  los tronchos de las coles y escapan. Observa al gallo compadrón  subido de continuo a la higuera, galleando y pavoneándose ante su harén de gallinas picoteadoras y desafiando con su quiquiriquí a los gallos vecinos.

 

"Doña Luisa, llena de confianza en su maestría , me decía: "Ya verás tú, ya verás tú". 


Como la vida sana al aire libre y la existencia natural le dan un hambre de quince días, un hambre canina, a Leticia le da por comer, por crecer asilvestrada, la cara curtida por el aire y el sol del pueblo la embrutecen, le dan una apariencia saludable y un poco machuna. Su cuerpo se desarrolla admirablemente, encaña como los trigos en primavera y pega el estirón de un día para otro. 

Para desasnarla, deciden que la maestra se pase por casa una hora diaria, de cinco a seis, después del cansancio de la jornada laboral. El proyecto es un fracaso porque Leticia le pone nulo interés. Se las arregla para dedicar la hora a bordar, actividad en la que la maestra es una experta. La adolescente admira la especialización que dan los años de práctica, la maestría de los carpinteros, carniceros o relojeros que hacen cosas con las manos, que a ella le parecen imposible de lo bien rematadas que las dejan. En casa de Luisa se gana el sueldo, ensaya trabajos de electricista, cocinera y decoradora de interiores. 

Doña Luisa aparece por primera vez en la novela como una mujer pluriempleada, una wonderwoman responsable de una lechigada de criaturas que asegura el relevo natural de la raza, cuando en las familias y dentro de las casas había más renuevos humanos que gatos y perros, los perros al corral y los gatos libres, a cazar ratones y expectantes en el tejado para bajar cuando el perro no esté. Doña Luisa aparece en el universo de Leticia justo cuando la atmósfera de su casa está cada día más cargada de electricidad estática. Se insinúan problemas, pero no se nos dice en qué consisten. Es un barrunto de desgracias que amenaza con alguna tragedia por venir. 

 Doña Luisa es una ONG sin ánimo de lucro que considera un desperdicio echar un talento en terreno estéril y un chollo para los padres que pueden delegar el rudo esfuerzo de educar en alguien ajeno al núcleo familiar: “Leticia es mi mejor amiga y yo estoy encantada de tenerla conmigo a todas horas”, confiesa ella a los extrañados por el altruismo. Su marido, Don Daniel, no le causa buena impresión a Leticia; cuando la agarra por el pelo, le parece un rey moro: “Me había dado la impresión de ser un hombre sumamente arbitrario y muy poco amable”. Son los sentimientos primeros de una niña que se asoma al balcón de la adolescencia. 

 Y los recuerdos al aire me besan la cara. 
Sólo recuerdo lo bueno, de lo malo nada. 
Aún queda tiempo p'al viento, vaya donde vaya 
y que me lleve volando, a tocar a otra guitarra.
Celtas Cortos




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

No hay comentarios: