miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cien años de soledad (11). Gabriel García Márquez. El tiempo me va matando.




"Ya esto me lo sé de memoria. Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio"


Cien años de soledad (11) 
Gabriel García Márquez 

José Arcadio Segundo detesta la guerra y las maniobras militares desde el día que ve la sonrisa triste y los ojos sorprendidos del fusilado al meterlo, medio vivo, en la caja de madera rellena de cal. La visión lo empuja a la iglesia. Entra de monaguillo, de ayuda de Petronio, el sacristán. Le echa una mano a tocar las campanas y ayudar a la misa del titular de la parroquia, don Antonio Isabel. Cuida también de los gallos de pelea del cura en el patio de la casa parroquial, para disgusto de Gerineldo Márquez que ve cómo el pequeño Buendía aprende oficios repudiados por los liberales. A Úrsula no le parece mal que se meta cura, ya es hora de que entre un poco de Dios en la casa de locos. 

Don Antonio Isabel le enseña el catecismo mientras afeita el pescuezo a los gallos. José Arcadio Segundo aprende los trucos de los galleros junto a las martingalas teológicas que confunden al diablo y al Dios de los altares. Dos días antes de la primera comunión lo confiesa con la ayuda de una lista larga de pecados, le sorprende que le pregunte si ha cometido actos impuros con los animales, sabedor de su afinidad con Petronio que hace sus cosas con las burras. Los martes por la tarde lo acompaña, a él y su banqueta, en la visita semanal a los jumentos. Se aficiona tanto que no se le ve por la tienda de Catarino en mucho tiempo. Úrsula no le deja tener los gallos en la casa, pero tiene a su disposición la de Pilar Ternera, la otra abuela, que se la deja con tal de tenerlo cerca. Pronto gana con los gallos suficiente dinero para aumentar la ganadería gallinácea y procurarse satisfacciones de hombre. 

Aureliano Segundo se enclaustra en el cuarto de Melquiades hasta que Petra Cotes, “una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor”, lo saca a empujones del ensimismamiento de los libros antiguos. Los dos gemelos comparten la mujer durante un tiempo. El trío comparte también la enfermedad de la mala vida que se pegan mutuamente y que curan por separado durante tres meses de sufrimientos secretos. 

Aureliano Segundo se convierte en un virtuoso del acordeón que le toca en una rifa amañada por Petra Cotes, la vendedora de los cupones. Los sonidos desafinados ocupan el patio de la casa, para disgusto de Úrsula que considera el acordeón un instrumento propio de mendigos herederos de Francisco el Hombre. Consigue el perdón de su hermano por compartir la mujer a escondidas, se casa con ella y están juntos hasta la muerte. 




"Nadie supo entonces en que momento empezó a tocar las campanas en la torre"

Cuando llega el primer hijo, Úrsula, ya centenaria y ciega de cataratas, se ofrece a cuidar al tataranieto. Hará de la criatura el hombre nuevo que regenere a la estirpe degradada. Si Dios le da vida suficiente, será Papa; lo alejará de las cuatro calamidades culpables de la decadencia de la familia: la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de vida alegre y las empresas delirantes. 

Las celebraciones se hacen corrientes en la casa de los Buendía desde que Aureliano Segundo se hace cargo del hogar. Nada en la abundancia desde que se empareja con Petra Cotes. La mantiene de concubina con el consentimiento de Fernanda, convencido de las dotes mágicas que hace parir trillizos a las yeguas, poner dos huevos diarios a las gallinas y a los cerdos engordar del aire, sin gastar en comida. Su preocupación es gastar la riqueza acumulada y acompañar a Petra Cotes en el paseo entre los animales para que sucumban a la peste de la proliferación sin freno. 

Aureliano Segundo conoce a Petra Cotes por casualidad, como le ocurren todas las cosas extraordinarias de su larga vida. Forman una pareja frívola sin más preocupación que acostarse todas las noches y retozar hasta el amanecer. Se emboba tanto que sólo piensa en buscarse un trabajo que le permita mantenerla y “morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero febril”. Rechaza dedicarse a fabricar pescaditos de oro como el coronel Aureliano Buendía en su pacífica vejez; carece de la paciencia necesaria para convertir las monedas de oro que consigue con la venta en nuevos pececitos y así sucesivamente en un círculo vicioso de engarzar, incrustar láminas, montar, vender y vuelta a fundir sin conseguir beneficio, sin más recompensa que el trabajo de fabricar pececitos. 

Un día se da cuenta de que la gente de Macondo, harta ya de las rifas de conejos de Petra Cotes cuyo crecimiento incontrolado ha devenido en plaga, cambia los conejos por vacas que empiezan a parir trillizos y entra en un proceso de prosperidad delirante, llena de caballerizas, de pocilgas desbordadas y grandes extensiones de terreno y ganados. Como consecuencia, Macondo naufraga en un periodo de milagrosa bonanza económica. Las viejas casas de los fundadores fabricadas de barro y cañas son reemplazadas por casas de ladrillo, ventanas con persianas y pisos de cemento que hace más llevadero el calor del mediodía. 

José Arcadio Segundo lleva una existencia oscurecida, de bajo perfil, sin destacar en ningún cometido, ni siquiera como alborotador de gallera. No se le conoce mujer salvo la aventura precaria con Petra Cotes. Hasta que un día Aureliano Segundo le cuenta la historia fantástica del costillar carbonizado del galeón español encallado en el río. El galeón es una epifanía porque desde ese día se empecina en hacer el río navegable hasta Macondo. Vende los gallos, compra herramientas y recluta gente. Su hermano gemelo le financia la empresa descomunal de romper “las piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, horadar montañas y nivelar cataratas. Al cabo de bastante tiempo aparece en una extraña balsa de troncos tirada desde las orillas por una veintena de hombres río arriba. Es la primera y última vez que una nave atraca en Macondo. Lo único ligeramente permanente que queda de aquella desventura, además de la llegada de Fernanda del Carpio, son las matronas francesas que alborotan con sus costumbres licenciosas a los varones del pueblo. La tienda de Catarino se vuelve vieja y cutre a ojos de la clientela. 





"Nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la voluntad"

La hermosura de Remedios, la bella, es legendaria, hasta los hombres menos piadosos, los que dicen misas sacrílegas en la tienda de Catarino, van a misa por contemplar su belleza aunque sólo sea un instante, pues Úrsula la obliga a taparse la cara con una mantilla negra. Los que lo consiguen, pierden el sueño de forma instantánea. 

Las páginas dedicadas a la descripción de Remedios, la bella, son otra pieza maestra de Gabriel García Márquez. Qué calidad de estructura narrativa, qué riqueza de crudeza léxica albergan estos párrafos que provocan la muerte por desamor junto a la ventana del comandante. El triunfo de la belleza sobrenatural, tema usual del Barroco, que tapa el retraso intelectual de la joven hasta los veinte años, no sólo en leer y escribir, hay que vestirla y lavarla hasta bien avanzada la pubertad. Expresión de la libertad natural, candidez pura, pureza excepcional. Naturaleza en estado de inocencia arbórea, como José Arcadio Buendía. Cómo su hermano Aureliano Segundo le recomienda al comandante que se olvide de ella, las Buendía hembras son peores que las mulas, entrañas de pedernal. La degradación del soldado hasta morir por ella y su corazón de mármol frío: “Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere”. 

La concentración exigida por la fabricación de pescaditos de oro avejenta a Aureliano Buendía más que todos los años de la guerra. Consciente de que “el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”, se desentiende de todos los asuntos de la guerra y la política. Sentadito en una piedra a esperar el paso de su entierro. No le inquieta ni el nombramiento de Remedios, la bella, como Reina del Carnaval, cuando en medio del jolgorio y explosión de alegría de la muchedumbre celebrando la belleza aparece una comparsa multitudinaria que acompaña a Fernanda del Carpio para proclamarla Reina de Madagascar. Aureliano Segundo equilibra las dos bellezas subiéndolas al mismo pedestal. El equilibrio se rompe al grito de ¡Viva el partido liberal! Unas descargas de fusilería ahogan el jolgorio y oscurecen los fuegos artificiales. La gente ve que los disparos salen de un escuadrón del ejército disfrazados de beduinos que acompañan a la reina, pero la verdad nunca se esclareció. Lo que queda en Macondo de aquella jornada es una fosa común con todos los cadáveres disfrazados de carnaval. Los dos hermanos gemelos ponen a salvo  a las dos reinas en medio de la confusión. Úrsula las cuida sin distingos. A los seis meses Aureliano Segundo la va a buscar donde vive con su familia y se casa con ella, las celebraciones duran veinte días.


El tiempo que va pasando, 
Como la vida, no vuelve más. 
El tiempo me va matando 
Y tu cariño será, será.
Jorge Cafrune



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige desde hace unos cuantos años su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.



2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Leyendo tu excelente comentario me reafirmo en algo que es una de las características de esta novela. Frente al final, en el que todo aparece escrito en un pergamino, los personajes que desarrollan una voluntad pueden cambiar su vida o los que saben controlar la pasión de los demás provocar cambios. Curioso, habrá que darle alguna vuelta.

Gelu dijo...

Buenas tardes, pancho:

Qué grande García Márquez. Imposible no reír con las salidas de Remedios la bella.
La canción, por Cafrune, inmejorable.

Abrazos