domingo, 28 de abril de 2013

Siempre están reunidos




"Un perro vagabundo le lamía las manos y Jesús le acariciaba y le dirigía largos discursos"

Toulouse Lautrec

Aurora roja. Pío Baroja (5) 

El trabajo empieza a llegar a la imprenta y Manuel pasa de la haraganería a una actividad febril que le mantiene ocupado, súbitamente, incluso por las noches. Un día que las gestiones le llevan por el centro de Madrid, descubre a Jesús de mala manera, borracho como una cuba. Le insulta, le acusa de burgués dominado por la Salvadora. En lugar de irse a casa, Manuel se va con él y una criada a comer. Paga Jesús que tiene dinero fresco. La comida se alarga hasta el amanecer. La Salvadora le espera cosiendo. Él sale de casa de nuevo para el trabajo y observa cómo Jesús le habla  a un perro vagabundo en la calle

Una tarde oscura y lluviosa del mes de febrero un carruaje se detiene a la puerta de la imprenta. De él se baja Roberto, el socio capitalista. Le ofrece trabajo fino para el negocio: una edición de un libro con grabados, cuadros de estadísticas y números, lo cual constituye un reto para la habilidad profesional de Manuel. Que Roberto ha prosperado, es algo que su porte al andar delata sin querer. Sin embargo, sus ideas han retrocedido, rayan en la desvergüenza, con el fascismo indecente. Defiende la anarquía, pero solo para los elegidos, las élites; a los demás que le vayan dando, a la canalla se le aplica la ley de vagos y maleantes: “Siempre habrá suplementos de hombres que suden por el sabio, por la mujer bonita, por el artista…” Roberto ha ganado dinero y conquistado una mujer de bandera, pero no tiene bastante. Quiere el poder, dominar a su antojo a los demás. Opina que a España le sentaría bien un despotismo progresivo, “un dictador que dijera voy a suprimir los toros, y los suprimiera; voy a suprimir la mitad del clero, y lo suprimiera; y pusiera un impuesto sobre la renta, y mandara hacer carreteras y ferrocarriles, y metiera en presidio a los caciques que se insubordinan, y mandara explotar las minas, y obligara a los pueblos a plantar árboles...” Qué peligrosos se me antojan estos iluminados, amantes del gesto autoritario de la prohibición, de la imposición por decreto. Ya de paso mandamos al matadero a una raza completa de animales únicos, leemos los libros que tu digas, nos censuras las películas, llenamos las cunetas de todos los que estorban, te instalas en el poder, nos impones tu lengua y llenas la linde de mojones, mugas y pasos fronterizos vigilados, no sea que la chusma vaya a contaminar tu aristocrático porte. 


"Luego, ya entrenado, Caruty cantó canciones socialistas y otras de café-concierto de Bruant [...]



La contratación de un gerente para la imprenta alivia la carga de trabajo de Manuel. En casa desempiedran el patio y plantan un par de parras además de una higuera achaparrada. Kis y Roch terminan por hacer buenas migas. Las gallinas cacarean, el gallo se gallardea y Manuel no avanza en asuntos amorosos. Un velo invisible se interpone entre él y la Salvadora. A Jesús, al señor Canuto y a otros les da por profanar tumbas de los cementerios cercanos para llevarse lo poco de valor que tengan los muertos. Cuando los descubren, le pide a Manuel cincuenta pesetas para quitarse de en medio, para bajarse al moro. 

La nómina de adeptos al sanedrín de Aurora Roja se amplía. Canuty es un revolucionario de los de la guillotina bien a punto, habla con acento francés y debe estar enfadado con el mundo de continuo: “Quisiera ver a mi padre, a mi madre y a mis hermanos ahorcados en un jardín reducido” son sus credenciales. Se le inflama el corazón cantando cánticos revolucionarios, pero termina entonando canciones del café-concierto de Bruant. 


"Había heridos gritando y la mar de señoras desmayadas, y una niña de diez o doce años muerta"


Un judío ruso, Ofkin, comisionista y vendedor de perfumes en París, manifiesta su apego a la mezcla de esencias. Su anarquismo es cuestión de química y síntesis artificiales. Para Manuel “la anarquía de aquel señor era también algún producto químico, encerrado en un frasco”. Habla la jerga meridional mediterránea, mezcla de francés, castellano e italiano. 

El Libertario cuenta el caso de un paisano andaluz, hijo del sacristán del pueblo, “simpático y modesto, lo que es bastante raro en un andaluz” (don Pío haciendo amigos de nuevo) y admirado por las parisinas a causa de su aire bárbaro. Curtido en las minas de carbón de Gales, un día lo descubre portando una bandera roja en una de las frecuentes manifestaciones en París provocadas por las protestas del caso Dreyfus. “-Creía en la Anarquía como en la Virgen del Pilar” proclama Prats. Juan le repone que “en todo lo que se cree, se cree lo mismo”. 




 "cuando el entierro de las víctimas, parece que se le ocurrió subir a lo alto del monumento de Colón con diez o doce bombas, y desde allí irlas arrojando al paso de la comitiva".  
Jose María Torrecilla


Skopos el griego conoció a anarquistas de renombre como Angiolillo o Paulino Pallás y fue testigo de la bomba en el Liceo de Barcelona. Vivió de primera mano el turbión de gente espantada, con los ojos desencajados que se precipitaron en avalancha fuera del teatro después de la explosión. Conciben el Anarquismo como una nueva religión. Manuel se siente a disgusto en aquel ambiente de destrucción. 

El cementerio de La Patriarcal está abandonado. Hace tiempo que los cipreses perdieron su venerable aspecto detrás de los altos tapiales derruidos. El abandono ha hecho estragos entre los sepulcros. Las tumbas y los caminos, en otro tiempo bien cuidados y trazados, parecen una selva espesa. Las matas de zarzas agigantadas, los jaramagos, las ortigas amenazantes, los cardos y labrestos se habían apoderado de la soledad de los muertos. Era el triunfo de la naturaleza salvaje y de la hierba espesa que crece más alta en los cementerios. Ni el silencio quedaba en el campo santo. Manuel y Rebolledo acompañan al agente Ortiz, viejo conocido que reaparece, a levantar acta de la desidia. 


 ¿Y qué decir del manager audaz y decidido
que no me recibió, que siempre estaba reunido?
Hoy, moviendo la cola, se acercó como un perro
A pedir que le diéramos vela en este entierro
Joaquín Sabina

 



Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

4 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

El cementerio abandonado saca la veta romántica de alguien tan poco romántico como Baroja. Por lo que he pillado por ahí, esos cementerios clausurados estuvieron muchos años abandonados, se fueron deteriorando y no era difícil tropezar con un hueso o un sudario. En la guerra civil, sus nichos sirvieron de escondite a más de uno. Buen servicio.

Acompañé a Juan a su última morada y me puse a leer "El árbol de la ciencia" y a gusto. Me habéis convertido al barojismo. Por cierto, en el de la ciencia hay una Lulú que tiene mucho de la Salvadora. Me da por pensar que hubo alguna salvadora en la vida de don Pío. O tal vez soñó con una mujer así y no la encontró.

Besos, Pancho.

PENELOPE-GELU dijo...

Buenas noches, pancho:

Esta entrada tuya y una ya antigua de Abejita me han hecho preparar la mía, en el blog de cine, con la película de Mariona Rebull.
El personaje de Lulú de 'El árbol de la ciencia' era ideal para Don Pío.
Volveré con tiempo a comentar.

Abrazos

Paco Cuesta dijo...

Apretada síntesis de personajes. La trilogía sigue viva.
Un abrazo

Pedro Ojeda Escudero dijo...

El problema es que en tiempos convulsos siempre hay quien se aferra a los personajes mesiánicos y, cuando llegan, no dejan de ser mediocres... Tienes razón, dan miedo estos iluminados.