1880
De antes recibía el nombre de Corrillo de la Yerba porque la gente lo evitaba para llegar a la plaza y, como consecuencia, las zarzas y los cardos se apoderaban de ella.
La armonía y perfección de la Plaza Mayor, que cautiva por el equilibrio y elegancia, contrasta con el caos y trazado irregular que explican la ciudad actual, contradicción y mezcla de modernidad y tradición. Ambas plazas son una síntesis de la ciudad de Salamanca
Tradición y modernidad se funden en este rincón salmantino. Indiferencia a la salida del lance.
Así vio la plaza Pedro Antonio de Alarcón en 1877:
nada, en fin, que fuese elegante, ordenado, lujoso, o tan siquiera limpio. Y en esto precisamente consistían su belleza artística, su encanto poético, su color histórico!
El Corrillo de la Hierba se llama aquel sitio. -Se lo recomiendo a toda persona de buen gusto que vaya a Salamanca. –Verá allí aglomeraciones de casas viejas, como las que figuran en las decoraciones teatrales o en los cuadros referentes a la Edad Media; verá allí un variado y grotesco repertorio de balcones, aleros, guardapolvos y barandajes sumamente característicos; verá puertas chatas, paredes barrigonas, ventanas tuertas, pisos cojos y tejados con la cabeza dada a componer, como no los encontrará en ninguna otra parte. Y ¡qué escenas localiza en aquel sitio la imaginación! […]
Además de los multiformes tenduchos que rodean la plazuela, y que le añaden animación y fuerza dramática, veíase a aquella hora una infinidad de puestos amovibles o matutinos; es decir, una multitud de lugareñas sentadas en el suelo, con su cesta de huevos al lado, y rodeadas de pollos, pavos y gallinas.
-Aquellas mujeres, vestidas con pesadísimos dobles refajos, y liadas en una especie de manta, parecían montones de lana de vivos colores, de cuyo fondo salían pregones tan agrios y desapacibles como el cacareo o los graznidos de las propias aves pregonadas.
Agréguese a esta algarabía el disputar de los hombres, los gritos de los muchachos, la charla de las criadas que hacían la compra, el ruido de los talleres, el son de unas campanas vecinas que tocaban a niño muerto, los perros ladrando, los pobres pidiendo limosna, bestias cargadas que iban y venían, y el correspondiente vocear del que las arreaba, y se formaría juicio aproximado del Corrillo de la Hierba, a las diez de la mañana de un día de octubre del ya casi octogenario siglo XIX."
Así Jose Sánchez Rojas en una crónica bien literaria de 1929:
Pocas estampas salmantinas de trazo más claro y de relieve más saliente. En esta plaza ya crece la hierba cuando la ciudad anda dividida en bandos y el pobre San Juan de Sahagún no da paz a la mano y a la lengua tratando de volver la tranquilidad a los espíritus. Muy Siglo XVI esta plazuela, cuando la fábrica románica de San Martín no conoce aditamentos y pegaduras de épocas posteriores, en ella se celebran las francachelas de los grados y la buena suerte de los favoritos en escalar rejas y besar doncellas a hurtadillas. En el XVII sigue la tradición de sus colmados y tabernas, de sus callejones accesorios y de sus rincones ocultos a las miradas de los ociosos. En el XVIII, con don Juan Meléndez Valdés, solterón y siempre acompañado de la sobrina pecata que conociera Jovellanos, el Corrillo continua siendo, además del acceso natural a La Rúa que pone en relación el Centro con la Escuela y el pasaje más corto para el colegio del Espíritu Santo de los hijos de Loyola, el lugar frecuentado por los árcades que van a oír los discursos y alegatos forenses de don Juan al final de la plazuela y descienden luego las escalerillas para saludar al clérigo catarroso de Don José Iglesias de la Casa, que vive en La Plaza a la misma vuelta. En el XIX, los amigos de Toribio Núñez se reúnen bajo los soportales para romper el medallón de Fernando VII y los de Sánchez Ruano y Rodríguez Pinilla – auxiliados por los carboneros de Matilla de los Caños- vigilan a los carlistas en días de revueltas electorales. Y en el XX, la misa de doce de San Martín, oída por las bellas, borda los mejores ensueños estudiantiles al cobijo del arco que se rasgó.
El Corrillo salmantino, más grabado en la memoria de los mozos que el encaje plateresco de su escuela, es, para los que han estudiado y amado en Salamanca, el paraje que más gratamente se recuerda. Hace años, yendo nosotros al frente de una tuna por los pueblos del Norte, el alcalde de Bilbao nos recordaba, con emoción sincera, los figones del Corrillo. Y ellos y el café de La Perla, y los billares del Pasaje, y el picadillo de Tejares, y los bailes domingueros, a la caída de la tarde, de Villares y de Aldealengua, ocupaban en su espíritu un lugar al lado de los Arés y de los Dorado, de los Unamuno y de los Gil Robles. Una tempestad de aplausos de los muchos resonaba en el hall del Municipio bilbaíno cuando el alcalde terminó de evocar su juventud. Exaltemos el Corrillo; los cronistas oficiales, que vegetan entre infolios amarillentos, a espaldas de la vida, desconocen el Corrillo, acaso porque nunca han tenido juventud. Al lado del goce de las piedras de oro de los palacios y de las casonas hidalgas, hay que conocer un poco del vinillo del fraile para gustar del hechizo de aquella ciudad, que enhechizaba a Miguel de Cervantes, amigo de las algaradas de los patios y de las aceitunas sabrosas y de los vinos del Guadalcanal de las tascas y figones."
"Aquí os dejo
mi imagen
pero os aseguro
que ella no lo sabe".
(Adares, Mesa Reñida, 1989)
Las imágenes B/N están escaneadas de "El libro de oro de Salamanca". Colección de Enrique Sena.