"El señor Custodio [...] no sabía leer ni escribir, y, sin embargo, hacía notas y cuentas; con cruces y garabatos de su invención, llegaba a sustituir la escritura".
Grabado anónimo.
Paris, J. Rouff et Cie, 1884, vol. II
La Busca. Pío Baroja (9)
Grabado anónimo.
Paris, J. Rouff et Cie, 1884, vol. II
La Busca. Pío Baroja (9)
El señor Custodio era analfabeto, como aproximadamente la mitad de los españoles de la época, pero en modo alguno tonto. De hecho, era más listo que el hambre. Calculaba el valor de las cosas por la cantidad de abono para la huerta que se podía sacar de los desechos. Si de él dependiera, recuperaría toda la basura de la ciudad, abonaría los páramos de los alrededores de Madrid y con el agua del Manzanares, que para él era más caudaloso que el Amazonas, aflorarían vergeles de las tierras yermas. Las hambrunas pasarían a mejor vida en los barrios de las afueras de la capital. El trapero le encargaba a Manuel que leyera en voz alta los folletines por entregas. La lectura le daba pie a rumiar el significado y luego hacer comentarios desde el sentido común de un trapero con orgullo de caballero medieval.
La Justa, hija del señor Custodio, anda por los dieciocho años de edad y le gusta a Manuel. Sus rasgos se ajustan al pie de la letra al común de la mujer española de la época y con ligeras variaciones al de todas las épocas: “Era morena, bajita, de ojos muy negros y muy vivos, la nariz respingona y descarada, la boca sensual, de labios gruesos. Era algo fondoncilla y abundante de pecho y de caderas; iba limpia, fresca, con el moño muy empingorotado”. Ella le dedica miradas furtivas que le hacen “latir apresuradamente el corazón”.
El señor Custodio tiene un vecino cargado de hombros, con cara de conejo y también trapero de profesión. La Justa le toca la jiba por no desperdiciar la posibilidad de un golpe de suerte. Manuel le respeta por su inteligencia, capaz de tangar a fuerza de cambalaches a sus colegas vendedores del Rastro, expertos a su vez en el arte del engaño. Justa coquetea con Manuel, lo cual constituye “un doloroso despertar de la pubertad” porque ella le hace caso como amigo, no como pretendiente, simulacro de amor por parte de ella que provoca en el joven vértigos de lujuria.
Un domingo Manuel oye cómo la Justa le cuenta a sus padres que el Carnicerín le ha pedido relaciones. La ira y la desesperación invaden su corazón de adolescente. A partir de ese momento sólo piensa en huir para escapar del odio encendido que le provoca la visión de cerca de su competidor por el amor de la Justa. Sin embargo, el ejemplo y las ideas aprendidas del señor Custodio le retienen, le disuaden de volver a las andadas con el Bizco.
Y he aquí que llegó. Lo que parecía que nunca iba a llegar, los párrafos más conocidos y manoseados de La Busca, la contra crónica de una corrida de toros. Anda que no le han sacado partido –unos y otros-, en los más de cien años que lleva escrita, al caballo corneado por el toro, que enloquecido de dolor se pisa las entrañas. No tuvo suerte Manuel en Las Ventas ese día de verano. Ni lo tuvo el señor Custodio, algo cenizo, en la elección de la corrida. ¿A quién se le ocurre pasear con chaqueta de pana por Madrid en el sofocón del verano? No hay quien se libre de una tarde de tedio y aburrimiento en una plaza de toros. Menos mal que no le cayó encima la tapadera de Las Ventas.
Joaquín Vidal solo, rodeado de silencio en el tendido. San Isidro 1989
Joaquín Vidal fue durante muchos años el cronista taurino de El País. Así describía una tarde bastante distinta de San Isidro: “En las tandas siguientes, sin embargo, José Tomás se cruzó con el toro, cargó la suerte, ligó los pases y, tal como lo hacía, iba provocando una conmoción que acabó en delirio. La fiesta emergía de sus cenizas y, al manifestarse en plenitud, se obraba de nuevo en ella la magia de salirse del tiempo y de entrar en otra galaxia. Renacían sensaciones que parecían perdidas: cuando las suertes se ejecutan con hondura y se interpretan con sentimiento, el arte de torear adquiere caracteres de grandeza. Tres tandas ligadas y abrochadas a los pases de pecho desgranó José Tomás, como quien borda. Cambió la espada y volvió a ceñir naturales, ahora desde la verticalidad, la quietud, la majeza y el temple. Y cobró un estoconazo a ley volcándose sobre el morrillo”. Otro día vio y dejó contada para la historia de la tauromaquia una tarde incierta de división de opiniones: “O sea, la cuadratura del círculo. La afición pasó la noche en vela resolviendo problemas de trigonometría con este proceloso asunto de la bravura del segundo toro de Ibán y en su trascendencia inmanente cabe la brumosa inmensidad del piélago que le valió el premio de la vuelta al ruedo, y más valdrá dejarlo para no sumirse en la discusión interminable y acabar cazando moscas. Da más gusto la vida cuando únicamente exige distinguir entre verano e invierno, sol y lluvia, noche y día, blanco y negro; dulce o amargo, bueno o malo, en definitiva”.
Los tonos cobrizos de los árboles adornaban una mañana de otoño tardío. Manuel acompaña a la Justa a la boda de una amiga. Agrede al Carnicerín; a cambio recibe un garrotazo que lo deja atontado. A Manuel se le hace la noche. Le invade la negrura. La desesperación le guía de nuevo a juntarse con el Bizco. Se muestra dispuesto a asesinar a “diestro y siniestro, y cuando, cansado de hacer crímenes, le llevaran al patíbulo, miraría desde allí al pueblo con desprecio y moriría con un supremo gesto de odio y de desdén”. Aquella noche la pasa al calor de las calderas de calentar el asfalto. Es testigo de las dos realidades madrileñas y de cómo la vida le insta a tomar una decisión, un cambio de rumbo que dirija sus pasos o bien a la busca del caos, el placer, el desorden de la noche y la bohemia o, poniendo los pies en el suelo, optar por el día, el orden y ganar el pan con el sudor de la frente.
Casi todo en Pío Baroja es equilibrio y armonía entre contrarios aunque no lo parezca. Tras el tono gris de su desagradable prosa antitaurina, dialoga con el lector y le convence de que no cierre el libro porque en su mente está trazarle un camino diferente al protagonista de su historia. A modo de compensación, el autor vuelve a elevar la categoría de su prosa para definir el escenario distinto, entre luces y sombras, por el que van a transcurrir las expectativas de Manuel en la segunda parte del relato: “Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros... El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria”. Pero eso nos lo cuenta Pío Baroja en la continuación, en la Mala hierba.
Aunque sé que hay doctores divertidos,
pa' vacilar prefiero a los bandidos,
desarraigados de la dolce vita
hartos de deshojar la margarita.
Desperdicios, con vicios y caderas,
ayunos de principios y banderas
pero no negaré que me horroriza
tener
que soportar tanto paliza.
Sabina y Serrat
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.