"Yo cerré la puerta de la celda con llaves y cerrojos y, andando sin ruido, fui a entreabrir el blanco mosquitero con que se velaba"
SONATA DE ESTÍO.
MEMORIAS DEL MARQUÉS DE BRADOMÍN (4)
MEMORIAS DEL MARQUÉS DE BRADOMÍN (4)
El desembarco en Veracruz coincide con las primeras luces del amanecer. El Marqués intenta justificar la prodigalidad de su corazón. El recuerdo de la sonrisa gloriosa de Lilí resurge aumentado en los labios de la Niña Chole. Bradomín busca semejanzas en los mártires que también sufrían el acoso del diablo: “Pasé por el mundo como un santo caído de su altar y descalabrado”, a pesar de su intento por equiparar su valentía con los soberbios conquistadores antiguos, hay otro detalle que nos indica que la voluntad del autor es rebajar la categoría del linaje del Marqués con el objeto de que la conquista de la Niña Chole sea más valorada: “Por aquella playa de dorada arena subimos a la par, la Niña Chole entre un cortejo de criados indios, yo precedido de mi esclavo negro”. La situación de partida para la narración del proceso de seducción sentimental de la Niña Chole comienza -de este modo- con Bradomín descabalgado de su pedestal; desde un pretendido desnivel social, pero su valor probado en la lucha y una manifiesta incapacidad para el compromiso: como un conquistador que siente “terror de amar”. Lo dice ahora, desde su caballera tonsurada por “la nieve de tantos inviernos que cayó sin deshelarse sobre mi cabeza” y recordando los abanicazos de los negros pajarracos que enlutaban el sol de aquella playa dorada al alzar el vuelo.
En Veracruz reúne una escolta de escopeteros, antiguos bandoleros de lealtad legendaria con el amo que les paga. Junta sus hombres con los criados de la Niña Chole y sitúa su destino, los Llanos de Tixul, en el mismo camino que sigue la dama y que también significa el comienzo del largo camino del asedio a la fortaleza que terminará en rendición y conquista: “Con las manos trémulas le calcé el espolín”, mientras ella le ruega que se detenga en los umbrales porque él le besa “el pie con apasionado rendimiento”. Dice Paco Umbral con relación al atractivo de los pies: “Los pies de la mujer, asimismo, por distantes del corazón, de la cabeza, de los ojos, son un territorio remoto que el amante puede adorar, pensando en la amada como en una deidad lejana. El amor se nutre de lejanía, come lejanías, y empezar a adorar a una mujer por los pies es iniciar un largo viaje”.
Nada les sucede digno de mención en el camino. La comitiva llega a las puertas de un convento. Bradomín y la Niña Chole “distraídos en plática galante”, durante la jornada fatigosa y larga a través de paisajes desérticos con dunas y arenas movedizas que avanzan y anticipan el abandono de las pequeñas aldeas con campanarios poblados de nidos de zopilotes en lugar de cigüeñas. Los nativos de piel cobriza y la derrota en la mirada observan, indiferentes e inmóviles, el paso de la lenta procesión, al tiempo que las columnas de humo de las chimeneas se confunden con las nubes del atardecer.
Monjas donadas de hábito blanco les reciben. “Sobre los sepulcros, donde quedaban borrosos epitafios, nuestros pasos resonaron. Una fuente lloraba monótona y triste”. Valle no deja perder el hilo conductor y tema central del relato que no es otro que el de la seducción de la reina del trópico. Deja pequeñas notas de que el proceso sigue: “Y le besé la mano” y ella con una sonrisa cruel le advierte de las consecuencias si llega a oídos del General Bermúdez. Rezan para dar gracias por la jornada sin incidentes que termina entre la irreverencia y el sacrilegio del sexo en el convento. Ella se presta sin ningún rubor a seguir la comedia, que es enredo y -a la vez- cortejo sentimental. Bradomín habla por ella en la escena de la fuente, le inventa un pasado linajudo de bulas papales que convence a las monjas de que son Marqués y consorte. La conquista está asegurada al tildarla de Niña Marquesa que “prefería saciar la sed aplicando los labios al santo surtidor de donde el agua manaba”, de irreverente doble sentido erótico-religioso tan del gusto del autor.
La Niña Chole excusa la cena. A la luz blanca de la luna que entra por las ventanas recorren el largo corredor que les lleva a sus aposentos. No todas las monjas son iguales: La Abadesa, “con su hábito blanco, estaba muy bella, y como me parecía una gran dama, capaz de comprender la vida y el amor, sentí la tentación de pedirle que me acogiese en su celda, pero fue sólo la tentación”. Un Don Juan que se precie nunca debe rehuir un reto difícil y la blancura virginal del hábito lo es, y le tienta.
Pero la Niña Chole espera en su lecho tras una gruesa puerta maciza, bien atrancada con candados y cerrojos que ceden al paso de Bradomín. En este punto y final de capítulo me imagino la avidez con la que los lectores se abalanzarían sobre el vendedor de prensa del día siguiente para comprobar la continuación del lance. Y su satisfacción porque Valle no defrauda con dos páginas gloriosas donde somos testigos de la consumación entre rezos, temores, rechazo, sollozos, despecho, temblores de labios, grillos que rompen el silencio, redoble agónico de campanas, lloros y miedo que precede a la entrega definitiva, cuando las manos maestras del Marqués comienzan a desflorar unos senos que son la desembocadura en los siete sacrificios copiosos; entre el triunfo y la derrota; la vida y la muerte.
En Veracruz reúne una escolta de escopeteros, antiguos bandoleros de lealtad legendaria con el amo que les paga. Junta sus hombres con los criados de la Niña Chole y sitúa su destino, los Llanos de Tixul, en el mismo camino que sigue la dama y que también significa el comienzo del largo camino del asedio a la fortaleza que terminará en rendición y conquista: “Con las manos trémulas le calcé el espolín”, mientras ella le ruega que se detenga en los umbrales porque él le besa “el pie con apasionado rendimiento”. Dice Paco Umbral con relación al atractivo de los pies: “Los pies de la mujer, asimismo, por distantes del corazón, de la cabeza, de los ojos, son un territorio remoto que el amante puede adorar, pensando en la amada como en una deidad lejana. El amor se nutre de lejanía, come lejanías, y empezar a adorar a una mujer por los pies es iniciar un largo viaje”.
"Se alzaban algunos jacales, que entre vallados de enormes cactus, asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio podrido"
París-Secretaire-1938
París-Secretaire-1938
Nada les sucede digno de mención en el camino. La comitiva llega a las puertas de un convento. Bradomín y la Niña Chole “distraídos en plática galante”, durante la jornada fatigosa y larga a través de paisajes desérticos con dunas y arenas movedizas que avanzan y anticipan el abandono de las pequeñas aldeas con campanarios poblados de nidos de zopilotes en lugar de cigüeñas. Los nativos de piel cobriza y la derrota en la mirada observan, indiferentes e inmóviles, el paso de la lenta procesión, al tiempo que las columnas de humo de las chimeneas se confunden con las nubes del atardecer.
Monjas donadas de hábito blanco les reciben. “Sobre los sepulcros, donde quedaban borrosos epitafios, nuestros pasos resonaron. Una fuente lloraba monótona y triste”. Valle no deja perder el hilo conductor y tema central del relato que no es otro que el de la seducción de la reina del trópico. Deja pequeñas notas de que el proceso sigue: “Y le besé la mano” y ella con una sonrisa cruel le advierte de las consecuencias si llega a oídos del General Bermúdez. Rezan para dar gracias por la jornada sin incidentes que termina entre la irreverencia y el sacrilegio del sexo en el convento. Ella se presta sin ningún rubor a seguir la comedia, que es enredo y -a la vez- cortejo sentimental. Bradomín habla por ella en la escena de la fuente, le inventa un pasado linajudo de bulas papales que convence a las monjas de que son Marqués y consorte. La conquista está asegurada al tildarla de Niña Marquesa que “prefería saciar la sed aplicando los labios al santo surtidor de donde el agua manaba”, de irreverente doble sentido erótico-religioso tan del gusto del autor.
"-Santígüese no más. Es agua bendita, y solamente la Comunidad tiene bula para beberla".
La Niña Chole excusa la cena. A la luz blanca de la luna que entra por las ventanas recorren el largo corredor que les lleva a sus aposentos. No todas las monjas son iguales: La Abadesa, “con su hábito blanco, estaba muy bella, y como me parecía una gran dama, capaz de comprender la vida y el amor, sentí la tentación de pedirle que me acogiese en su celda, pero fue sólo la tentación”. Un Don Juan que se precie nunca debe rehuir un reto difícil y la blancura virginal del hábito lo es, y le tienta.
Pero la Niña Chole espera en su lecho tras una gruesa puerta maciza, bien atrancada con candados y cerrojos que ceden al paso de Bradomín. En este punto y final de capítulo me imagino la avidez con la que los lectores se abalanzarían sobre el vendedor de prensa del día siguiente para comprobar la continuación del lance. Y su satisfacción porque Valle no defrauda con dos páginas gloriosas donde somos testigos de la consumación entre rezos, temores, rechazo, sollozos, despecho, temblores de labios, grillos que rompen el silencio, redoble agónico de campanas, lloros y miedo que precede a la entrega definitiva, cuando las manos maestras del Marqués comienzan a desflorar unos senos que son la desembocadura en los siete sacrificios copiosos; entre el triunfo y la derrota; la vida y la muerte.
"Con siete espinas de la flor del adulterio,
siete carreteras delante de mi;
siete crisantemos en el cementerio,
siete veces no, siete veces sí"
Joaquín Sabina
siete carreteras delante de mi;
siete crisantemos en el cementerio,
siete veces no, siete veces sí"
Joaquín Sabina
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero