CAPÍTULO LI (primera parte)
No fueron necesarios muchos ruegos para que el cabrero se sentara con el grupo a comer. Las carreras que la cabra Manchada, líder del rebaño, le había hecho dar en su búsqueda le habían despertado el apetito. Bien acomodados ambos, ya sosegados del sofocón, se dispone el cabrero a contar el cuento que acredita “que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores filósofos” como había afirmado el cura y,”hombres escarmentados” como él había remachado.
A no más de tres leguas de donde se encuentran había un rico labrador viudo, cuya honradez no le iba a la zaga a la riqueza. La belleza que su hija Leandra atesoraba, trascendía el ámbito local y social; hasta la misma Corte habían llegado noticias de tanta hermosura.
Como era de suponer, los pretendientes hacían cola a la puerta del labrador rico. Entre ellos estaban Anselmo y el que esto cuenta, Eugenio. Los dos, paisanos y de familias que en nada desmerecían a la de la joven. Como no había forma de que la balanza se desequilibrara en ningún sentido, dejó el padre que fuera Leandra la que decidiera a qué carta quedarse. Quiso la mala suerte que la joven decidiera la miseria de ambos, al marcharse con un tal Vicente de
Embobados dejaba a los aldeanos, que hacían corro para escuchar los países que había visitado y cómo, de tanta despoblación que había causado con su espada, se hacía necesaria una nueva repoblación de moros españoles. Enseñaba a sus paisanos heridas invisibles de los arcabuzazos recibidos. Mostraba tal arrogancia en su porte y expresión, que hablaba de tú a los iguales; ni al rey debía nada. Cantautor sin sustancia, pero que con el oportuno marketing, - hacía hasta veinte copias de sus temas - , no le faltaba el éxito.
Nada es de extrañar pues, que la joven, inexperta Leandra cayera rendida a sus pies sin ni siquiera solicitud previa; teniendo en esta empresa más éxito que en ninguna de las que él se auto atribuía.
A los tres días de ausentarse ambos de la aldea apareció ella medio desnuda en una cueva, desvalijada y con el honor intacto, lo cual admiró a todos y sirvió de consuelo al padre “pues le habían dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre.” Inmediatamente después la internó en un convento local para que el tiempo borrara la mala fama creada. La gente atribuyó a su “desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta.”
Como consecuencia de la profunda decepción que sufrieron porque la luz de sus ojos languideciese en un monasterio, Anselmo y Eugenio deciden dedicarse al pastoreo de ovino y caprino “dando vado (aliviando) a nuestras pasiones.” Añorando o despotricando de Leandra. Otros muchos pretendientes de la joven los imitaron, llenando el paraje de atajos de ovejas y cabras, pastores y cabreros celebrando su hermosura o vituperando y maldiciendo su condición.
Mientras Anselmo con su rabel, sólo se queja de ausencia, Eugenio prefiere echar pestes de la ligereza, inconstancia y doblez de las mujeres. Esta fue la razón por la que él hablara a Manchada de la forma que todos oyeron. Para resarcir a todos los oyentes del tiempo empleado en escucharle, les invita a seguir comiendo y bebiendo en su majada cercana.
En la descripción del soldado veterano de los Tercios, no por edad sino por permanencia en los mismos, subyacen datos autobiográficos del autor. Se refleja el indudable atractivo que para los lugareños debían de tener aquellos soldados que habían visto mucho mundo. Narradores de batallas y victorias que llenaban de orgullo al español en una época que España era la primera potencia militar. Completamente distinto de los veteranos, mutilados de la guerra de Cuba, que narraban derrotas y enfermedades la mayoría de las veces, como aquellas narraciones plenas de amargura, que escuchábamos de niño de uno de ellos.
Este comentario pertenece al grupo de lectura del Quijote que coordina y dirige desde La Acequia el profesor D Pedro Ojeda Escudero y ya ha sido publicado en la misma.