martes, 27 de mayo de 2014

El sí de las niñas (y3) Leandro Fernández de Moratín. Quemar las naves





"La prueba mayor que yo puedo darle de mi obediencia"

El aquelarre. 1797-1798. Óleo sobre lienzo. 43x30
Goya. Museo Lazaro Galiano. Madrid


El sí de las niñas (y 3) 
Leandro Fernández de Moratín 

Carlos obedece la orden de su tío y se vuelve a Zaragoza como le ha prometido. Emprende la marcha a media noche, antes de las claras del alba, cuando manden los mayores que para eso hacen las cosas por el bien de uno. Lo llevan los demonios el tener un rival tan difícil de batir. He aquí una diferencia sustancial en su forma de actuar con los personajes del teatro del Siglo de Oro; un soldadón que se come el orgullo y le da la espalda a las palabras pomposas, nada de honor y amores que matan. Hasta don Diego se extraña de la mansedumbre y reconoce el meritorio esfuerzo de su sobrino cuando exclama: “¡Cómo una malva es!” 

Francisca ya no tiene nada que temer. Su amor ha salido al rescate, ha venido a buscarla. Se acabó de disimular la repugnancia que la presencia del señor mayor le produce. Desaparecen los motivos para esconder sus sentimientos en el fondo de los baúles. 

El estrépito de unas caballerías del patio se cuela hasta la sala de la pensión. Son Carlos y Calamocha que ponen rumbo a Zaragoza como hicieron don Quijote y Sancho desde la aldea. Rita se acuerda del tordo, hay que atenderlo que para eso ha hecho el viaje. Paquita se queda desolada y triste, el ánimo hundido, llorando la desgracia del amor no correspondido por los rincones de la desesperación: “Di que es pérfido, di que es un monstruo de crueldad, y todo lo has dicho.” Acierta ella a maldecir entre goterones de lágrimas. 

No es necesario hacer mucho esfuerzo para constatar que el autor pretende equiparar el tiempo de la ficción con el tiempo real. El autor se vale de constantes referencias a la luz, al ser de día o al ir y venir de candiles para que quede claro que la función sigue en el mismo momento que la dejamos en el acto anterior. 


 

 "Mi sobrino que con sus palmadas, y su música, y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida"

El majo de la guitarra. 1780. Óleo sobre lienzo. 137× 112

 Museo del Prado. Francisco de Goya

Simón duerme en el banco a pierna suelta, ronca como si fuera el emperador de los cosacos. Qué otra cosa se puede hacer a las tres de la mañana por el reloj de San Justo. Las preocupaciones y el calor del verano no dejan a don Diego conciliar el sueño. Ellos suponen que don Carlos estará ya camino de Zaragoza, pero no se ha ido, ha demorado la partida. Desde la reja de la ventana, un amante canta a su dama el dolor por un amor no correspondido, acompañado del melancólico rasgueo de una guitarra. Don Diego y Simón observan sin ser vistos cómo el rondador le lanza al interior una carta que Francisca no encuentra. A don Diego le cambia el color de la cara, entra en un estado de desilusión fatal al leerla, acosado por la cólera, los celos y los deseos de venganza que no hay forma de reprimir una vez rotas las esperanzas por el guitarrista. 

Don Diego ordena a Simón que ensille el caballo, alcance a Carlos y lo traiga a su presencia de nuevo. Se queda con Paquita a solas. Cuando le pregunta por las razones de su abatimiento, de su llanto e inquietud y si ella sentiría repugnancia por el enlace y si se casaría si fuera libre, ella le responde que no se casaría con nadie. Don Diego ve contradicción porque tampoco siente vocación por la vida religiosa. Ella se considera hija de su tiempo y de la educación recibida que tiende a no manifestar los sentimientos, a esconderlos por incorrectos y descarados. Chiquillerías, cosas de la edad adolescente: “Haré lo que mi madre me mande y me casaré con usted.” “Después…, y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.” Afirma con el ánimo hundido. 

El pretendiente reflexiona en voz alta sobre la excelencia de la educación recibida, “la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.” Ellas no tienen la culpa. 


 "Di que es un pérfido, di que es un monstruo de crueldad"

1799. Francisco de Goya

Simón se presenta con Carlos de vuelta, le cuenta el vacío de tres meses en su biografía, los que tardó en llegar a Zaragoza, dedicado a robar el corazón de Paquita interna en el convento. Admite que hablaban todas las noches. Añade que cuando se fue donde la obligación lo llamaba, lo hizo ciego de amor. Ahora señala que “la prueba mayor que yo puedo darle de mi obediencia y mi respeto, es la de salir de aquí inmediatamente… pero no se me niegue a lo menos el consuelo de saber que usted me perdona.” 

Cuando don Diego, en señal de autoridad, le reprocha a Irene y a las tías monjas los embelecos que le contaban de la chica y le recuerda las tres palmadas del galán, la madre monta en cólera dispuesta a comerse cruda a la hija que ha desbaratado los planes que para ella tenían las brujas. De don Diego depende la felicidad o la vida desgraciada de dos jóvenes que se quieren. Nos podemos imaginar el final, que la obra no va a dejar mal sabor de boca en los espectadores, el triunfo del amor está servido, la inocencia del amor temprano. El abuso de autoridad no puede estropear una bonita historia de amor que ocupa un lugar señero en la dramaturgia española. Lo hace discretamente, desde la sencilla timidez de su propuesta, huyendo del alboroto y la algarada para contar cara a cara al espectador la realidad del momento. 


En medio del camino me senté
quemé las naves me olvidé de pensar
y en el vacío
nació esta canción para Pilar
Victor Manuel




Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

jueves, 22 de mayo de 2014

El sí de las niñas (2) Leandro Fernández de Moratín. Camino seco




¡Qué chapucerías ! No ha dos horas, como quien dice, que salimos de allá, y ya empiezan a ir y venir correos.

La carta. Luis Paret

El sí de las niñas (2) 
Leandro Fernández de Moratín 

Don Diego encarna el esplendor de la ilustración, la genuina representación de la cultura en la fonda; lee para pasar el rato, matar el aburrimiento y llenar las horas muertas de aprendizaje sin que la edad importe. No hay manera de conciliar el sueño con tanto mosquito zumbón en el establecimiento. La joven doña Paquita desata un pañuelo, del hatijo salen rosarios, cruces, corazones y campanillas, un baratillo para viajantes y turistas apresurados de escaso poder adquisitivo. 

Doña Irene se remonta a la antigüedad para hacer inventario de sus antepasados ilustres. Entre el clero destaca un obispo de Michoacán del que otro sobrino, que oficia de regidor perpetuo en Zamora, está escribiendo una larga biografía a tomo por año. Ya lleva nueve escritos y murió de octogenario. La exposición de su madre no parece interesar a Paquita que gitana y mona, poseedora de un donaire natural que arrebata, excusa su presencia y con una reverencia a la francesa dirigida a don Diego hace mutis por el foro dejándolo medio “abobao” en mitad de la sala. 

Irene y don Diego han concertado la unión de la chica con el ilustrado señor mayor, en semejanza a la madre que se casó a los dieciséis con Epifanio de cincuenta y seis. Después tuvo otros dos maridos y a los tres enterró. Retrato de la mentalidad burguesa que admite sin que le remuerda la conciencia la desigualdad de trato entre hombre y mujer. Detrás y como excusa está el mantenimiento de la especie, la supervivencia de los mejor dotados en una época en que el concepto de sociedad machista no estaba mal visto. Como se nacía y moría con más prisa que ahora, la mujer tenía que ser fértil, a expensas del hombre que tenía menos importancia en el proceso, pero esos tiempos fueron idos y acabados. 

Don Diego decide salir para Madrid a la mañana siguiente, aprovechando la fresca y el sol de espaldas, el coche de alquiler ya preparado. 

Doña Irene no viaja sola, lo hace acompañada de una jaula con un tordo dentro. Extraño pasajero, los tordos no son aves cantoras, se mueren metidos en las jaulas de tanto revolotear, quieren amplitud y guindas para comer. El suyo come como un avestruz. Irene tiene pereza de ponerse a escribir, le pasa lo mismo que a mí. 


 A pocos días de haberle escrito, cata el coche de colleras.

Entra en escena el criado Calamocha cargado de maletas, botas y látigos. Reconoce la habitación número tres de otras veces, la recuerda habitada por numerosos inquilinos diminutos y molestos, tantos bichos como en el Museo de Historia Natural. Los criados se entienden entre ellos. Cada uno de sus amos ha salido de un sitio distinto, el varón de más lejos, las distancias dispares se igualan en la fonda. 

También se come en esta pensión, pero cada uno de lo suyo, de lo que trae en las alforjas. Calamocha ha preparado medio cabrito con ensalada de berros, pan de Meco y vino de la Tercia. Las señoras se atreven con algo más suave: unas sopas castellanas. Aparece Simón, socarrón que no suelta prenda de su amo, con la rapidez de un espadanchín pendenciero le lanza una estocada a Calamocha: “Algunos van por la posta y tardan más de cuatro meses en llegar… Debe de ser un camino muy malo” El camino. Es la mención al camino, el polvo, el sudor  y el cansancio lo que le rebrinca, como si le hubieran puesto banderillas de fuego al criado Calamocha, un soldadón acostumbrado a la gresca, la mejor defensa es un ataque: ¡Maldito seas tú y tu camino, y la bribona que te dio papilla! Exclama el criado recreándose en el eufemismo. 

A la luz de los candiles se produce el encuentro de don Diego y su sobrino, don Carlos. Le pide razones del abandono de la obligación militar. La que da es que quiere ver y sentir la cercanía, echa de menos el afecto del tío. El apunte no le convence, ni se cree nada y le prohíbe quedarse en la fonda, que ensille las caballerías y que se vuelva por donde ha venido. Lo expulsa de su vera con cajas destempladas. 

 Me gustaría darte el mar
Todo ese mar que no conoces
Todo ese mar que no has bebido
Que hace más seco tu camino de piedras sordas
De piedras sordas y de espinos
Me gustaría darte el mar
Joaquín Carbonell

 



 Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


domingo, 18 de mayo de 2014

El sí de las niñas (1) Leandro Fernández de Moratín. Busco una salida





¿Y sabes tú lo que es una mujer aprovechada hacendosa, que sepa cuidar de la casa, economizar, estar en todo?

La tienda del anticuario. Luis Paret y Alcázar. Museo Alcalá Galiano. Madrid. 

El sí de las niñas 
Leandro Fernández de Moratín 

Corre el año 1760 cuando Leandro Fernández de Moratín nace en Madrid y el reconocido como mejor alcalde de su ciudad, el ilustrado rey Carlos III, acaba de acceder al trono. Era hijo de Nicolás Fernández de Moratín, abogado y también afamado escritor. Por sus memorias sabemos que estuvo a punto de morir a la edad de cuatro años, acosado por la viruela. La típica secuela de esta enfermedad influye en su carácter reservado y poco sociable, le empuja a buscar refugio en la biblioteca privada de su padre. También su temprana inclinación por la literatura se ve influida por las tertulias literarias y el ejemplo de los amigos literatos de su padre. 

De formación autodidacta, en 1787 gracias a la amistad que le une a Jovellanos viaja a Francia como secretario del político liberal, Francisco Cabarrús. Se gana fama de pedigüeño (El que no llora, no mama); bajo la protección y el apoyo de Godoy, favorito plenipotenciario del Rey, obtiene una sinecura que le permite abandonar sus oficios manuales y dedicarse a escribir. Asimismo consigue licencia para representar “El viejo y la niña” en 1790 y una pensión para viajar por Europa de 1792 a 1796. De estos viajes nos quedan las agudas observaciones recogidas en sus cuadernos y su concepto del drama como sátira del teatro que se representaba en la época. El teatro del Siglo de Oro se había ido degradando en exageraciones, inmoralidad y chabacanería, había dejado de interesar al gran público. Los ilustrados ofrecen sencillez, naturalidad y respeto a las reglas estrictas del teatro. 

A pesar de de los cargos de responsabilidad teatral que ocupa, fue la suya la voz que clama en el desierto de la incomprensión. Traduce a Shakespeare y Molière. Su gran éxito no tiene lugar hasta 1806 con "El sí de las niñas", el triunfo de un afrancesado. Fueron veintiséis días seguidos de representaciones, más que las concurridas comedias de magia del momento. Aún reconociendo el ingenio y el arte del teatro clásico, tratan de erradicarlo con su crítica acerada dramaturgos de la época como Iriarte, Forner o Leandro Fernández de Moratín, también cargan contra los sainetes populares de Ramón de la Cruz. Sin embargo, debido a su prestigio y éxito entre las clases populares los esfuerzos reformistas resultan inútiles. 


 Leandro Fernández de Moratín nació en Madrid el diez de marzo de 1760, a principios del reinado de Carlos III


La acción tiene lugar en una posada de Alcalá de Henares. El escenario es una sala de entrada a una fonda con cuatro puertas numeradas, escaso mobiliario y una decoración austera que nos dan una idea clara de que los personajes están allí de paso, lo que realmente importa es la acción. Los hechos ocurren en diez horas, de siete de la tarde a cinco de la mañana. Don Diego lleva dos días sin salir de la posada, no quiere que lo vean. El criado Simón, tumbado en el banco de la sala, debe estar mejor acomodado que en la habitación mugrienta con estampas del hijo pródigo y el ruido de las caballerías que no paran de entrar y salir de las caballerizas. Don Diego le ruega al criado que no diga a nadie que el objeto del viaje es sacar a Paquita de un convento de Guadalajara para llevarla a Madrid. La madre, Irene, aún no ha regresado. Don Diego asegura que “yo no he buscado dinero, que dineros tengo; he buscado modestia, recogimiento, virtud.” Sabe que en el convento se ha dedicado a “bordar, coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas y echar agua en los agujeros de las hormigas.” Entre la madre de la chica y el pretendiente de edad avanzada, pretenden arrebatar la capacidad de decisión de la hija por considerarla inocente e incapaz de tener criterio propio, amparados en una cultura machista e incomprensible,  que hoy resulta intolerable solo para una educación occidental europea; no hay más que alzar la vista para comprobar que tres de cada cuatro mujeres del mundo carecen de esa capacidad de decisión. 


Acompaño a mi sombra por la avenida, 
mis pasos se pierden entre tanta gente, 
busco una puerta, una salida 
donde convivan pasado y presente... 
De pronto me paro, alguien me observa, 
levanto la vista y me encuentro con ella 
y ahí está, ahí está, ahí está...
Victor Manuel/ Ana Belén

 


  
Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Dejar las cosas en sus días (y 15), Laura Castañón.Hermano "pa" defenderte





"Yo tenía relaciones con muchas mujeres, pero con Claudia siempre volvía"

Dejar las cosas en sus días (y 15) 
Laura Castañón 

Efrén muestra su preocupación por la deriva radical que Claudia está tomando, rendida sin condiciones a un manojo de “ideas deshilachadas pero eficaces.” El doctor recela de ellas porque la tienen hechizada, le impiden albergar un atisbo de recuerdo de Andrés, su corazón pertenece a Ángel. A su entender se está convirtiendo en una “chíviri” (chicas jóvenes que abrazaban las ideas y la militancia roja). 

Aida había planeado un reportaje sobre los asturianos supervivientes de los trenes de cercanías cargados de muerte el once de marzo de 2004, con esa excusa iba a pasarse una semana de marzo en Madrid. Marisa ha superado la fase de “quimio”, será un buen momento para el encuentro de su novia con su padre. El libro con dedicatoria personal de Lorca es una obsesión. El cerco de la investigación de los frentes asturiano y madrileño se estrecha. Andrés sabe que su hijo le supera, pero le cuesta rendirse a la evidencia. Se muestra dispuesto a “hacer memoria”, pero solo de lo que le interese, en su biografía hay pozos oscuros, agujeros negros que se niega a desentrañar. 


"Las barricadas, las canciones, la estética de las banderas, la lucha codo con codo, imágenes que pasaban como los fotogramas de una película"

Paloma le dice que su abuelo mucha revolución, mucho ardor guerrero y bla, bla, bla, pero el treinta y cuatro le pilló en un pueblo de Salamanca cantando a coro el Conde Olinos dándole de beber a su caballo agua del mar, con lo salada que está. Todo el mundo sabía que se iba a liar gorda, pero no todos estaban dispuestos a dar el callo a la hora de la verdad, como quedó demostrado cuando los mineros asturianos se quedaron en la lucha más solos que la una. Le cuenta que  Claudia recibió su bautismo de fuego en Oviedo, se le murió un minero en los brazos y que habló con Aida Lafuente un día antes de su muerte. Efrén arriesgó para sacarla de Oviedo y llevarla de vuelta a Bustiello. 

Paloma y Claudia se vuelven a reunir en Gijón, ya después de la guerra. Inés cuenta con seis años y el único pensamiento de su madre gira en torno a su supervivencia, que a su hija no le falte una comida al día. Se reprochan mutuamente sus pasados tan marcados por la guerra, el desgarro y el abandono. Paloma huye a París al principio del conflicto siguiendo los pasos de dos hermanos gemelos franceses que habían llegado a Bustiello desde Comillas recabando información sobre las realizaciones prácticas del Marqués. Escapando del cadáver caliente de Eusebi. 

Los hechos se precipitan la noche que Paloma se va. Las cosas pasan deprisa en esta parte final de la novela. De buenas a primeras reaparece el Chano, hermano de leche de Paloma, para matar a Eusebi cuando le está dando una paliza. Los Lamartine han conseguido salvoconductos para llegar a Suances y coger un barco rumbo a Francia. Bilbao ha caído y es la única forma de salir. De paso le cuenta cómo salvó a otra de las trillizas después de sufrir una violación. Hay que contar las cosas tal como ocurren porque luego se nos olvidan. En un relato tan español y tan arcaico no podía faltar la anacronía, el caballero cargado de razones que se toma la justicia por su mano. Mantener a raya a los malos es justificable. El honor, el derecho a la venganza son verdades bíblicas, más asentadas en el subconsciente colectivo que el respeto a la justicia. 


 "A saber en qué asuntos habría andado en París y con quién."

Benilde muere de sospechosas molestias digestivas. Apenas tres días después de enterrada, Efrén se presenta en casa de Camino: 
-“Hace once años, seis meses y diecinueve días que no pienso en otra cosa que en volver a estar contigo.” 
 -“Siéntate” le responde ella, arropándose en la toquilla. 

A Andrés le bailaban cuatro años de su biografía que el justificaba con la enfermedad del olvido que supuestamente le aquejaba. Un hueco imposible de rellenar. Son muchos años de muro impermeable. Aida le advierte que no ha venido desde tan lejos para escuchar vaciedades. De sobra sabe que está contando lo que quiere, pero ella está entrenada para escarbar en el pasado. Andrés confiesa la necesidad de contar con un interlocutor que sepa escuchar. Se caen bien mutuamente durante la entrevista convertida en un toma y daca de agilidad intelectual. Andrés la gana para su causa al citar la historia de Aida Lafuente, la joven dinamitera asturiana, desconocida fuera del Principado. 


"Que fui amigo de Federico García Lorca; que me hice del Partido Comunista primero, y luego fui anarquista y luego una combinación de todo, y luego ya no fui nada, que era la única forma de ser yo."

La autora hilvana los dos hilos del relato haciéndolos converger en el desenlace final de la historia. Las últimas páginas son apasionantes, una novela en sí misma. La firmeza del avance de los dos frentes narrativos que se juntan seduce de manera especial. Una historia de perdedores que trasciende, de extraña generosidad marciana, de suplantación de personalidad y redención de olvido que cicatriza heridas profundas. Agudeza reflexiva que supera la trampa de las ideologías sectarias, disparos a bocajarro, escritura a manos llenas que desemboca en una catarata de acción trepidante y sin freno que merece ser recorrida por el lector que hasta aquí haya llegado sin que desvelemos el misterio que tiene sorprendente premio final.  Lean, lean ustedes y comprueben con sus propios ojos.


 ¡Ay hermanita! No tengas miedo,
Que el león no resulta tan fuerte y fiero.
¡Ay hermanita! Grande es tu suerte,
que tienes un hermano "pa" defenderte.
Basilio García Cabello - Ricardo Freire/Miguel Poveda





 Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


sábado, 3 de mayo de 2014

Dejar las cosas en sus días (14), Laura Castañón. Rosa de oro





"Migio guardaba en los bolsillos de su discreción la clave de los pequeños misterios de la casa"

Dejar las cosas en sus días (14) 
Laura Castañón 

La llegada del criado Migio a la Casa de Pomar coincide con el nacimiento de Sidra. Es un auténtico operario de mantenimiento. Multiusos. Lo mismo hace de chófer de don Benito Montañés, llevándolo en el Minerva cuando sale fuera, que arregla la máquina de coser o poda el seto de boj del jardín. También sabe distinguir los pájaros por su canto, interpretar las nubes o injertar los cerezos. Es el encargado de ordeñar las vacas, de echarle de comer a los cerdos y les hace a los niños los mejores silbatos de boj. Es un hombre importante, sabio contrastado; sabe hacer muchas cosas con las manos. 

Aunque no lo parezca, debido a su proverbial discreción y lealtad de criado antiguo, conoce los secretos de la casa y sus moradores. Es como la sombra fresca que rodea una encina solitaria y poderosa en mitad del secarral. Había plantado cinco árboles en el jardín, uno por cada retoño de la casa. El sauce era su preferido, representaba a Manuel, el más mimado de todos desde que se fuera para siempre. Las camelias blancas estaban cada vez más lucidas desde que la locura había arrebatado a Sidra el juicio. La sombra de los árboles dedicados era el recordatorio de la alegría que un día había inundado la Casa de Pomar. El peral de Paloma estaba triste por el trato malo que el cojitranco le daba. 

Andrés tenía casi cien años de edad y a pesar de las dificultades para salir del taxi, abrir la puerta con cerradura temblorosa o distinguir el color de los billetes, gracias a Facebook había contactado con un sobrino de Preciosa Duarte que le había dicho que aún vivía. Había pasado veinte años en Méjico después de dos de cárcel y ya llevaba cuarenta residiendo en Madrid, ingresada ahora en una residencia de ancianos, regentada por unas monjas peruanas porque las mujeres españolas hace tiempo que dejaron de sentir la llamada de la vocación religiosa como la sentían de antes. 


"Recreaba en su imaginación cada uno de sus movimientos al otro lado de la puerta"

Se habían conocido embutidos en el mono azul que usaban los actores de La Barraca dirigidos por Federico García Lorca durante el proyecto cultural ambulante de las Misiones Pedagógicas. Se habían amado a la sombra de los árboles y sentido el esplendor en la yerba. Se vuelven a encontrar más de setenta años después y ella le llama Ángel mientras mantienen las manos entrelazadas. La próxima vez le traerá gominolas de osito y un ramo de flores, pero sabe que no habrá próxima vez. 

La autora se vale de un diálogo con Asier para hacernos saber que Bruno prefiere quedarse en su casa por Navidad a pasarla con ella. El la intenta convencer de que la trata mal, o si prefiere darle la vuelta, la maltrata. La consuela y le pide que deje de llorar por alguien que no la merece. 

La sombra del Marqués parecía proteger la cuenca minera de las sacudidas sociales exteriores. Los últimos años de la década de los veinte el tiempo parecía haberse detenido en Bustiello. La Casa de Pomar se ha convertido en un reducto de soledad porque apenas existe ya. Solo quedan:  Sidra medio loca, envuelta de continuo en su negro pañolón, y Claudia que mantiene el hueso de ciruela y la pasión por aprender que comparte con Andrés. Se comprometen a seguir unidos hasta el hueso que Claudia guarda en su bolsillo. Ahí fuera el cine rompe a hablar con El Cantante de Jazz. El Barcelona gana la primera liga española de fútbol, una paradoja, ahora que la fiebre nacionalista se empeña en jugar la catalana u otra. Se estrena El Perro Andaluz y en Pomar se dejan sentir las estrecheces económicas en contraste con la opulencia de Gustavo y Montserrat que insistía en amargarle la vida a Paloma. En abril de 1931 cambia el régimen político nacional al abandonar la monarquía el suelo español. 

"Allí el tiempo se había estancado"

También Aida siente la pena honda, el mordisco de la soledad por Navidad, algo que nunca pensó que sentiría. Su madre parece casada con el sindicato desde la muerte de su padre. Echa de menos lo que la gente cuenta de la algarabía que se prepara en las casas cuando las familias se reúnen. Ella la pasa en una residencia de ancianos acompañando al único eslabón que queda con vida de aquella vieja  Casa de Pomar. La extirpe se extingue, no dejarán rastro de haber existido cuando ambas desaparezcan. 

El diario de Claudia reseña el día dieciocho de abril del 1931 que el catorce se proclama la República, Claudia lo sabe porque Efrén se lo dice; coincide con su cumpleaños. Anota que desde que tiene el desarrollo se siente alegre y triste a la vez. Andrés le explica que eso son cosas de mujeres. Andrés sabe mucho, se siente orgullosa de el. Como señala don Efrén: “Esti manguán ya sabe más que yo…, con un orgullo… como si fuera su propio hijo.” Sidra está obsesionada en hacer guardia para evitar que estén juntos a solas. Ella los acusa de cortejarse. Claudia lo niega y añade que solo son buenos amigos, pero Sidra no se lo cree. 

"El paisaje de Pomar se modificaba sustancialmente"

 “Qué falta hacía aquí un Benito Mussolini con dos cojones”, era la expresión preferida de Eusebi cada vez que zanjaba una conversación con sus compañeros de mesa en los bares de Mieres que frecuentaba. Extrañaba la camaradería y el compañerismo de los espíritus afines, por eso marcha a Madrid, se aloja en casa de un hermano. Ni su padre ni Paloma sufren por la marcha del cojitranco, sienten alivio por quitárselo de en medio durante una temporada. Únicamente se ve afectada a su madre. 

El desánimo y el cansancio se apoderan de Aida cada vez que le da por observar la Moleskine con más de la mitad de las hojas repletas de anotaciones y creciendo. No encuentra el momento apropiado para pasarlas al ordenador y poner orden en el caos de notas, datos y expresiones. Tiene la sensación de que más que respuestas acumula más dudas y huecos a medida que indaga en los personajes cuyos huesos conforman su propia nómina de antepasados. 

Manena Fanjul, anarquista fusilada, es otro nombre que se trae entre manos. Piensa en todo mientras observa desde un bar la gran cantidad de gente que hace deporte en la playa durante el horario laboral en verano, probablemente prejubilados de banca o funcionarios públicos, aristocracia de la clase obrera y consecuencia del estado de bienestar. No deja una situación sin citar la autora. 


La novela pega un salto imprevisto de cincuenta páginas,  de golpe...

Claudia marcha a Oviedo con dieciséis años, se aloja en la pensión regentada por la señora  Romanita. Escribe a Ángel a diario, un par de veces por semana mete los folios en un sobre y los manda a una dirección de Madrid. Ángel le cuenta los viajes con las Misiones Pedagógicas, testigo de la miseria de las zonas rurales, está convencido de la necesidad de una revolución. Durante su ausencia ella rumiaba los momentos felices de los encuentros. Se esforzaba en leer los autores que el citaba como si fueran el evangelio revolucionario, la solución a todos los problemas. Descubre el Oviedo clandestino de los ácratas. Conoce a Gustavo Lafuente que pinta los carteles del teatro Campoamor y a su hija Aida Lafuente de su edad, La Rosa Roja de Asturias,  siempre sonriente y ágil. Se siente intimidada por su desenvoltura y desparpajo de barrio. Claudia prefiere la amistad de Candelas, una maestra de “ideas” que la instruye en su doctrina. Le descubre que los avances sociales de los mineros de Bustiello son un espejismo, en realidad encubren la sumisión al patrón. Son unos privilegiados. La gente de verdad es la que engorda en época de castañas y vive pared con pared con sus animales, bastante lejos de las casas limpias como la patena y con geranios en las ventanas. 

La niña del Albaicín era una rosa de oro
morena de verde trigo
y color de almendra sus ojos.
La niña del Albaicín vivía en un carmen moro
encerrada entre cancelas con llaves y con cerrojos.
Rafael de León, Manuel Quiroga/Miguel de Molina/Miguel Poveda





  

Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.