miércoles, 30 de octubre de 2013

Apostilla final a la Intemperie





"La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la muerte y allí, en medio de un campo de terror, él había levantado la espada en lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los niños en guerreros, y, a los hombres en seres invulnerables"


INTEMPERIE (5) 
Jesús Carrasco 

Después de las cuatro entregas anteriores hablando largo y tendido de Intemperie, poco más queda por decir. Solamente alguna que otra observación a mayores, a modo de apostilla o coda final sobre la novela, más que nada por llenar el hueco del último jueves de mes, este treinta y uno de octubre, víspera de Todos los Santos. 

A menudo los autores recurren en sus relatos a la descripción de detalles muy concretos para dar a los lectores la sensación de cercanía, de que han estado allí antes de contarlo. Lo han vivido en vivo y en directo. Jesús Carrasco se mete en la piel de los protagonistas para trasladarnos su visión de las cosas. No le importa hundirse hasta las rodillas en el lágano de las charcas para cazar ranas por la noche. Los ejemplos abundan en la narración: “Por suerte para él, el llano no daba para exotismos. Allí solo había galgos. Carnes escurridas sobre largos huesos. Animales místicos que corrían tras las liebres a toda velocidad y que no se detenían a olfatear porque habían sido arrojados a la tierra con el único mandato de la persecución y el derribo”. De un plumazo, en un par de frases le da la vuelta a la leyenda negra que desde los países más desarrollados del norte nos persigue como un castigo; para el muchacho lo raro y lo exótico son los sofisticados y bien alimentados perros del norte, no los galgos corredores de toda vida que sirven para perseguir con éxito las liebres en los páramos del sur de Europa. Hasta Don Quijote tenía uno. 

Quizás Intemperie tenga influencia de la literatura americana actual, el mismo autor parece confesarlo en alguna entrevista, pero a mi juicio, esa manera tan detenida y puntillosa de contar las cosas y de retratar la violencia ya estaba en La Busca de Pío Baroja o en el cine de Buñuel. El retrato del tullido sobre la tabla con cojinetes es un calco de Los Olvidados de Buñuel. 




"La lata era demasiado estrecha y, al principio, no  conseguía dirigir el flujo hacia la boca"

El autor utiliza toda la fuerza de su prosa desnuda de artificio para describir situaciones extrañas al ciudadano acomodado, reblandecido por el bienestar y el progreso de la vida en las ciudades. Nos da una lección a los habitantes de las urbes, empujándonos a valorar lo que tenemos porque salió del esfuerzo de generaciones completas de antepasados. La narración de la lucha por el agua en la novela es más propia de alguien que alguna vez ha sufrido las penurias de su escasez: “Volvió junto a él con una lata en la mano. No necesitó abrirle la boca porque el sol había tensado su piel que ahora era un ojal de pellejo curtido […] el viejo elevó la lata, haciendo que el agua cayera a plomo sobre la laringe del niño. El chico se atragantó y se incorporó como un Lázaro desquiciado”. 

Qué decir de la importancia de la lata de sardinas vacía de un kilo más o menos, una lata de las de antes. Lo mismo medida de capacidad que de peso, sustituyendo incluso al sistema métrico decimal. Recuerdos que parecen de hace siglos, pero que formaron parte de los objetos más cercanos, más comunes y cotidianos de las zonas rurales en los años sesenta. En Intemperie la lata es símbolo de supervivencia; sin lata, ni las cabras ni la caballería pueden beber agua y sin estos animales la simple existencia en el llano es más penosa, casi imposible. Como en Intemperie no hay puertas que cerrar porque nada queda que guardar, la lata es la llave que abre la puerta que da acceso al misterio de la subsistencia en el páramo baldío.

 “- Te vendrá bien, le había dicho el viejo por la mañana, tirándosela [la lata] a los pies”. El cabrero le aconseja bien, no le deja ciego ante el sabor amargo de la vida. Tampoco le quita la llave de la conservación como le hicieron a don Quijote para impedirle acudir a la luz de los libros. 



"Había reunido en torno a él a los hombres del pueblo, a todos los brazos curtidos y poderosos que hundían los arados en la tierra y llenaban los doblados de grano"
Fotografía de Jaime Grandes

La exactitud de lo que Carrasco escribe es una constante a lo largo y ancho de la novela. No escribe de oídas. “La arcilla apisonada se comportaba como una palangana, haciendo que se formara un charco de orín”. Esto no lo puede escribir quien antes no haya  trabajado, no se haya manchado las manos como un artesano con la arcilla, o cavado en ella, dura como el cartón cuando no está reblandecida. En frases como ésta: “Cerró los ojos y se agarró a las raíces que iban a morir al agujero”,  despeja las dudas, ya podemos asegurar que el autor antes ha cavado y explorado el subsuelo. Le surgen al lector deseos de ver las manos del autor manos a la obra, endurecidas por la herramienta. Nos volvemos a encontrar con raíces de los pinos en el tramo final del relato: “A un palmo de profundidad, empezó a encontrar raíces que cruzaban la tierra en todas direcciones, formando un tejido subterráneo en el que la sartén se trababa todo el tiempo”. 

Nos topamos con imágenes brillantes durante la lectura: “Aún no sabía nada de lealtades ni del tiempo que pasa entre los seres y los cose con pespuntes cada vez más apretados”. O “Caminaba posando las plantas de los pies como si estuviera en un lagar de pétalos de rosa”. A veces exageradas: “[el viejo] Tenía los ojos retranqueados, protegidos de la luz por dos arcadas huesudas que ensombrecían sus córneas lechosas”. Metáforas separadas por largos tramos de silencio. Los protagonistas hablan poco. Son gente recia de campo,  de pocas palabras; pero cuando hablan, saben lo que dicen. Como fondo la sociedad gris, sometida por la fuerza a los deseos de una dictadura. 



"Buscó en los serones una trenza de albardín que había sobrado del redil y la ató a la retranca"


Carrasco ejerce de autor profundamente serio, la narración está exenta de ironía. Escaso humor, casi nada. Hace suyo un léxico propio del ámbito rural, en desuso porque apenas quedan hoy caballerías. Un vocabulario arcaico y misterioso como la liturgia solemne del ritual de albardar un pollino o desvestir  a un cura en la sacristía que acaba de oficiar el misterio de la misa. A través del asombro en la mirada de un niño cuyos ojos todo lo absorben: “Con la ayuda del monaguillo, iba apilando sobre el cáliz el corporal, la patena, el purificador y la llave del sagrario”. “Por último, el viejo cruzó sobre el mandil cuatro aguaderas de esparto unidas entre sí, acomodando dos en cada flanco”. 

La figura del cabrero que sobrevive en el llano con nueve cabras y un macho está muy bien trazada. Se agranda paulatinamente cuando asume la faceta de maestro comprometido que protege a su alumno más que el propio padre y le enseña todo lo que sabe. Acepta el papel de salvador del muchacho y demuestra una fidelidad que va más allá de la muerte, a pesar de las torturas que sufre por querer ser libre, por luchar por la liberación personal. 

El cabrero habla poco, sabe que le quedan pocas palabras por decir, enredado en el recuento final, está próximo a dar por completado el cupo asignado de sílabas pronunciadas. Cuando toma la palabra, el buen hombre ya ha separado el grano de la paja y va directo al muelo. Se vacía para enseñar al aprendiz y heredero universal de sus posesiones: un burro con aparejos, tres cabras y un perro enseñado a guardar el ganado que casi se queda sin trabajo y la lata de sardinas vacía. Cuando huele la frialdad de azufre de la muerte cercana, se preocupa por la sepultura. Insiste al muchacho:
- “Cuando muera, entiérrame lo mejor que puedas y ponme una cruz, aunque sea de piedras”. […] 
- ¿Me pondrás la cruz? 
-Sí. 

El relato está atravesado por la continua presencia de la muerte violenta: las cabras degolladas, el macho cabrío decapitado y arrojado al fondo del pozo, el tullido, los malos ajusticiados y el viejo cabrero que muere a lomos de su caballería. Cansado de vivir ni siquiera se echa para esperar la muerte, como hacen los animales que mueren de muerte natural. La muerte le vence y lo derriba de las alturas. Describe el camino inverso del héroe que encaraman a un pedestal para proclamar su gloria después de morir. 

Los Beatles compusieron Blackbird (mirlo), una canción de esperanza para quien lucha por romper un pasado de opresión y proclama su liberación, un deseo de ser feliz. 






Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.


domingo, 27 de octubre de 2013

Brecha pequeña






Una simple cartulina plastificada traslada más emoción y curiosidad  que un mausoleo grandioso de dimensiones faraónicas. They Shall grow not old


                                             Los Inválidos de París




 El general británico Robert Craufurd murió unos días más tarde en el cercano convento de San Francisco, hoy en ruinas.


Hacía bastante tiempo que no paraba en Ciudad Rodrigo fuera de Carnavales. Ayer por la mañana nos dimos un paseo por la ciudad amurallada aprovechando la espléndida mañana de otoño que salió de la lluvia de los días anteriores. Nos mezclamos con los turistas que iban y venían por las calles de la zona antigua. Por el acento se podía descubrir su procedencia. 


La silueta de la catedral y el contorno de los severos cipreses se recortan en el cielo azul sin fisuras. La luna en cuarto menguante se alinea con la veleta de la torre.

A mí me gusta Ciudad Rodrigo - entre otras cosas- por el deje y expresiones que los mirobriguenses tienen y utilizan al hablar, muy parecido al de Lumbrales, mi pueblo natal. De la visita me quedo con una anécdota, una humilde tarjeta plastificada y una cruz de madera que alguien dejó bajo la placa de bronce que marca la "brecha pequeña", lugar de la muralla donde murieron soldados de media europa y en la que cayó gravemente herido el general Robert Craufurd durante el sitio de Ciudad Rodrigo en la Guerra de la Independencia. Una salamandra buscaba el calor de la placa de bronce, indiferente a las miradas de los turistas que se llevaron su imagen. 










 Ciudad Rodrigo guarda sorpresas en su interior como el edificio antiguo de Correos.



 El río Águeda

Esas pequeñas cosas: 





miércoles, 23 de octubre de 2013

Perseguidos por la sombra de la luna





"Repartió la tierra sobrante por los alrededores y lo cubrió todo con pinocha"


INTEMPERIE(4) 
Jesús Carrasco 

Deja al pastor apoyado al tronco de una encina, se cruzan las miradas por toda despedida. El muchacho avanza hacia el pueblo con cautela, pegado a los surcos de la tierra achicharrada. Llega a la iglesia sin sombra porque es mediodía, el sol cae en vertical sobre el suelo. Piensa en el viejo, en su espalda cruzada de latigazos infectados que le recuerdan la de Cristo en el monte Calvario: “tuvo una sensación que brotaba de un lugar de sí que él no conocía y que, en medio de aquel páramo dejado de la mano de Dios, le produjo miedo y frío”. Le asalta el presagio de que algo definitivo está ocurriendo en el encinar, a escasos pasos de allí. Un presentimiento que le empuja a volver, que se encuentra fuera de sitio, que hace falta donde no está. Sabe que el viejo agoniza, pero no le ha llegado la hora. Le quedan cosas por hacer.  El hambre vence al vacío de no sentir el abrazo entrañable de sus brazos doloridos. Se queda en “territorio enemigo sin soldados a la vista, pero plagado de sombras y oquedades”. Avanza pegado a la pared como una sombra hasta la posada del lisiado. “Se entregó al instinto salvaje que primero sacia y luego enferma”. La posada con los chorizos colgando en mitad de la nada representa la tentación irresistible del pecado, un espejismo en la inmensidad del desierto sin agua. Demasiado fácil para ser verdad en una tierra tan áspera y carente de todo. 

El relato avanza por uno de los pasajes más sórdidos. Detrás de una cortina aparece el cuerpo informe, quieto y abotijado del tullido. Ningún atisbo que indique la existencia de algo con capacidad de inflar sus pulmones parados del todo. Lo contempla durante dos horas sin ninguna sensación de peligro. La frente marcada a fuego como las reses, señalada por la media luna de la coz del pollino y una línea amoratada bajo la papada delatan el mal tránsito al más allá del impedido. El muchacho se enfrenta a la muerte por primera vez y no sabe qué hacer con ella. Antes la conocía de oídas, por los sermones del cura, cientos de egipcios tragados por el mar, pero aquellos muertos no importaban, no eran de los nuestros, eran de los malos. Era una muerte lejana, trivial como los indios que caen como moscas en las películas del Oeste. La muerte de cerca estremece, es otra cosa. 

El autor nos va dejando poco a poco y hasta el final retazos de la violencia que regía su vida anterior a la huida: su padre bebía: “[…] penetró en su atmósfera alcohólica. El mismo olor dulzón que tantas veces había percibido en su padre al volver de la taberna”. 

La acción se acelera, coge el ritmo frenético de una película de acción. Aparece el perro amigo del pastor;  detrás,  el enemigo. Franquea la puerta para dejar pasar al animal. Una bota le impide cerrarla. Corre hacia la ventana. El Colorao con la escopeta le corta la retirada. El alguacil bien vestido y felino. Se mea de miedo. La parsimonia del alguacil a la mesa comiendo nueces sin prisas es la parada narrativa que añade suspense a la acción. El niño se resigna al tormento, la humillación, la liturgia de la violación tantas veces repetida antes de la fuga: “Dio por hecho el tormento al que sería sometido y no lloró, porque ése era un lugar que ya había visitado docenas de veces”. La novela experimenta un giro a película del oeste con la repentina irrupción en escena del héroe particular, el bueno que llega a ejercer el derecho a la venganza. Es el cabrero a la puerta que ejecuta al alguacil de un tiro en la cabeza:”En el umbral la figura del cabrero, con la escopeta del ayudante en la mano, tenía algo de ridícula: el torso encorvado, los pantalones huecos y la expresión hundida por el esfuerzo y las penurias. Apenas era capaz de mantenerse en pie y tenía que apoyarse en el dintel para no perder el equilibrio. Jadeaba fuertemente”. La atmósfera de la estancia se espesa con el silencio que sigue al estruendo que como un guantazo sordo de muerte vomita el tubo alargado de la escopeta, roto de nuevo por el golpe sordo de la cabeza del alguacil rebotando muerta sobre el suelo. 

El viejo protege al muchacho. “Mírame a mí, mírame a mí” - le insiste una y otra vez con un hablar dificultoso-. Le quiere evitar el mal trago de la visión del alguacil con la cabeza reventada. Salen de la casa uno apoyado en el otro, perseguidos por la luna en cuarto creciente. Sin decir palabra se quedan dormidos con la espalda apoyada en el brocal del pozo. De prisa y corriendo junta los animales: las tres cabras que le quedan y el pollino. Regresa junto al viejo, se dirige a la posada a surtirse de víveres y agua para la huida que sigue, siempre dirección norte, rumbo al futuro. El espesor de la atmósfera del interior de la fonda, de “una densidad de sacristía vieja”,  casi le hace vomitar. “Por debajo [del burro], el perro y las cabras se disputaban los chorrillos que caían de los serones”. 



"Le pareció prudente protegerse del sol y de la gente y dormir un poco"


-Entierra los muertos – le ordena el cabrero. 

El muchacho recela, se muestra reticente a malgastar las pocas fuerzas que le restan en dar sepultura a los bastardos que no se lo merecen. El cabrero le explica que precisamente porque son cadáveres de bastardos, deben volver al polvo del que partieron; así podrán ser juzgados y condenados al infierno en el juicio final. Para ello es menester salvarlos de las fieras y aves carroñeras; espacio para enterramientos en la estepa es lo que sobra, demasiado cementerio para tan poco pueblo. Lo dicta el puro instinto de conservación, la ley de supervivencia en el llano y las leyes están para cumplirse. 

Lo que sigue a continuación no lo ordenó el cabrero. Cuando todavía el cielo no lanzaba signos del amanecer, el muchacho se las arregla- chico con recursos- para meter en un saco la cabeza destrozada del Colorao, servil lacayo del alguacil. Con la ayuda de la polea del pozo consigue arrastrarlo hasta el interior de la habitación donde ya duermen el sueño de los injustos el tullido y el alguacil. Con no poco esfuerzo da por terminada la tarea cuando la cal de la fachada que mira a la calle ya refleja los tonos cobrizos del sol naciente. Compone una pira funeraria con el asiento de enea de las sillas, las cajas de madera de los sifones y una lata de aceite. Ya tiene el infierno las puertas abiertas de par en par para recibir a los bastardos reducidos a cenizas. 



 "Vio al pastor subido al burro con la cabeza caída y las manaos cruzadas sobre la carga como un cautivo"

La verdadera cuadrilla de la muerte andante reemprende la marcha. El muchacho ayuda al pastor a encaramarse a la caballería con la cabeza caída y las manos cruzadas sobre la carga como un cautivo antiguo. Tras ellos queda el sur, seco como un sarmiento, el pasado indigno. Dejan que el fuego purifique, que reduzca a cenizas la maldad de los miserables habitantes  del llano. El viejo cierra los ojos para siempre a lomos del burro. El chico piensa que va dormido. Por segunda vez desde que está con el cabrero toma la iniciativa, decide parar en un pequeño pinar. Al bajarlo le cae encima el cuerpo ya sin vida del cabrero, la pinocha les amortigua la caída, les hace de lecho. El viejo muere con los deberes hechos, ha enseñado al chico el secreto de la supervivencia en el llano, todo lo que sabe: ordeñar las cabras, desollar animales, buscar pastos para las cabras y el agua, caminar a la sombra de la luna, sobrevivir a la intemperie. Y le proporciona educación en los valores que imperan en el llano: le enseña a defenderse de los violentos, a impartir justicia, cómo mostrarse implacable con los bastardos, a coser la amistad con pespuntes apretados,  recompensada con fidelidad, lealtad guardada hasta más allá de la muerte. 




"Despejó de acículas una franja de suelo al lado del cuerpo y, con ayuda de la sartén, retiró las primeras capas de arena suelta". 


Extenuado, se acurruca junto a la quietud fría del cuerpo del cabrero que duerme para siempre y llora hasta que el sueño le rinde. Las hormigas que le andan por la cara le despiertan antes del ser de día. Retira la pinocha del suelo.  Con la ayuda de la sartén hace un hoyo de la longitud del viejo. Trabaja hasta bien entrada la tarde. Rompe el entramado de raíces que los pinos tejen a una cuarta del suelo y sigue ahondando en la tierra arcillosa de tonos ocres y rojizos. Aloja el cuerpo en el hoyo, lo rellena con la tierra, lo cubre todo con la pinocha y lo remata con una cruz de palos de pino como el viejo quería. 

Al muchacho le hubiera gustado conocer el nombre del cabrero. 

Los supervivientes se echan al camino de nuevo al oscurecer. Su vida convertida desde hace tiempo en una continua escapada; una vez eliminados los peligros gracias a la audacia del cabrero, se abre para ellos un amplio horizonte de esperanza.  Aparece la lluvia, la tregua del agua que alivia la tortura. El muchacho mira “cómo dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento”. Porque dios no es un auto de fe; aprieta, pero no ahoga.Tampoco el llano.

Oh, I'm bein' followed by a moonshadow, moonshadow, moonshadow
Leapin and hoppin' on a moonshadow, moonshadow, moonshadow

And if I ever lose my hands, lose my plough, lose my land,
Oh if I ever lose my hands, Oh if.... I won't have to work no more.
And if I ever lose my eyes, if my colours all run dry,
Yes if I ever lose my eyes, Oh if.... I won't have to cry no more.
Cat Stevens





Este comentario pertenece al grupo de lectura colectiva que desde La Acequia coordina y dirige su autor, el profesor Pedro Ojeda Escudero.